¿Altacultura y literatura de entretenimiento están reñidas? Desde luego no para Javier Sierra (Teruel, 1971), quien en el thriller con el que ha ganado el Planeta se mueve entre ambos polos con perfecta soltura. Qué curioso: Sierra ha manufacturado una intriga con todos los engranajes de un best seller, pero la ha arropado con un bajo continuo de referencias cultas que, lejos de desentonar, robustecen el texto y le dan empaque y solera. No es precisamente baladí el asunto que desglosa la narración: la aventura de la consecución del conocimiento trascendente, del origen de las ideas, del “fuego invisible” para decirlo con palabras del título.
El protagonista es justamente un experto en ellas, un lingüista de 30 años, David Salas, criado en Irlanda, hijo de madre posesiva y padre desaparecido, y que se ha doctorado nada menos que con una tesis sobre Parménides, de quien le ha interesado el empeño en comunicarse con los dioses y recibir de ellos su sapiencia. Con un cum laude por ese trabajo, David acepta la propuesta de su jefa de estudios de tomarse un respiro y airearse un par de meses en su ciudad natal, Madrid, donde por otra parte tiene sus raíces. La novela nos cuenta esa estancia veraniega, que lejos de discurrir tranquila, se convierte en un carrusel de acciones y emociones trepidantes, que pondrán a veces en peligro su vida pero que le surtirán de experiencias transformadoras, recolocando sus coordenadas y dándole un sentido más rico de la existencia.
En Madrid, por lo pronto, a David le espera una anciana autora de tramas de misterio, Victoria Goodman, ahijada en su día del abuelo del joven (un renombrado escritor) que, convencida de que el nieto ha heredado las facultades mediúmnicas de su antepasado, quiere reclutarle en la academia de las letras que dirige, dedicada a descifrar códigos ocultos de las obras maestras de la literatura y el pensamiento. En ese rastreo están ya embarcados otros jóvenes lumbreras -uno de ellos por cierto asesinado extrañamente- y para cuando David decide sumarse al grupo, la Goodman los tiene atareados en el desentrañamiento de un pequeño clásico medieval, El cuento del Grial de Chrétien de Troyes.
Con un ritmo muy vivo,y moviendo muy bien todos los hilos, Javier Sierra, por así decir, compromete a su personaje entres pesquisas: la búsqueda de su padre huido, la búsqueda del Grial en que le enrolan Victoria Goodman y su equipo, y por último, la búsqueda de su propia vocación de escritor, espoleada si cabe aún más al ir comprendiendo que grandes literatos como Victor Hugo, Mark Twain, Valle-Inclán o Yeats también sondearon arcanos profundos y auscultaron fuerzas ignotas. En su propia iniciación mistérica, David aprende por añadidura que estos escritores tuvieron que lidiar contra impalpables agentes destructivos, y que cuanto más quisieron saber, mayor fue el riesgo de no contarlo.
A medida que la novela progresa, la quête emprendida por David y sus compinches bajo el estímulo de la obrita de Chrétien, va centrándose en el mito del Grial y su significación simbólica, de tal manera que al final no les importa tanto si designa el cáliz de la Última Cena o un cuenco mágico como comprobar que funciona en tanto que señal para comunicarse con lo inefable. La indagación, por cierto, coge especialmente un sesgo emocionante cuando David y una colega de laque se prenda, creen descubrir representaciones gráficas del Grial en las pinturas románicas que custodia el MNAC y en los tímpanos y capiteles de las iglesias aragonesas de los siglos XI y XII. Y poco a poco van coligiendo que aquellos artistas anónimos eran por encima de todo videntes, chamanes que ayudaban a la feligresía a descorrer el velo entre este y el otro mundo.
En suma, estamos ante un premio Planeta adictivo, con una trama de las que no dan tregua; unos escenarios (Madrid, Barcelona y el Pirineo oscense) nimbados por un aura esotérica; y unos ecos literarios de amplio espectro, que tan pronto suenan a Dan Brown como a Borges. Incluso a Enid Blyton, si nos apuran, con un quinteto protagonista tan entregado a descifrar secretos como el Club de los Cinco.
Fuente: LA VANGUARDIA