Todo parecĆa perdido. Eran casi las ocho de la tarde del lunes cuando las llamas que una hora antes se habĆan dejado ver sobre el tejado de Notre Dame de ParĆs rompieron por dentro la aguja de la catedral, hundiĆ©ndola contra un suelo situado 96 metros mĆ”s abajo. La imagen se distribuyĆ³ a tiempo real por televisiones y telĆ©fonos mĆ³viles confirmando el peor de los presagios: el templo mĆ”s icĆ³nico de Francia estaba desmoronĆ”ndose.
Tras el sobresalto inicial y el buen hacer de los bomberos, la flĆØche se convirtiĆ³ en el sĆmbolo de la tragedia. Al dĆa siguiente, los principales periĆ³dicos del mundo la llevaron a sus portadas. TambiĆ©n Ć©ste. Y la imagen se uniĆ³ en el acto a nuestra particular memoria grĆ”fica junto a los fotogramas del asesinato de Kennedy, el derrumbe de las Torres Gemelas o la huella dejada por Neil Armstrong en la Luna. Ā«Es un sĆmboloĀ», se repite ahora sin parar. El mĆ”s codiciado en las tiendas de recuerdos del Sena en estos dĆas.
Pero un sĆmbolo es algo mucho mĆ”s serio. Para uno de los padres de la moderna psicologĆa, el mĆ©dico suizo Carl Gustav Jung, Ā«una palabra o una imagen es simbĆ³lica cuando representa algo mĆ”s que su significado inmediato y obvioĀ». Cuando, aƱade, Ā«representa algo vago, desconocido u oculto para nosotrosĀ».
La cuestiĆ³n es, Āæocultaba algo la aguja de Notre Dame?
La respuesta es sĆ. Lo sabe bien JosĆ© Luis Corral, catedrĆ”tico de Historia Medieval en la Universidad de Zaragoza y uno de nuestros mejores novelistas histĆ³ricos. En 2006, en compaƱĆa de la profesora Madelaine Lazard de la Sorbona, Corral ascendiĆ³ hasta las cubiertas de Notre Dame con un permiso especial. QuerĆa ver la aguja. Por aquel entonces estaba haciendo acopio de informaciĆ³n para su obra Fulcanelli, el dueƱo del secreto. El escritor, como tantos antes que Ć©l, habĆa caĆdo bajo el hechizo de un polĆ©mico ensayo de 1926 en el que se interpretaba la iconografĆa de la catedral parisina en clave alquĆmica. El misterio de las catedrales. En Ć©l se afirmaba que cada gĆ”rgola, estatua, relieve, vitral o detalle arquitectĆ³nico era susceptible de ser leĆdo como un mutus liber capaz de transmutar la materia prima (plomo, pecados, ignorancia) en oro (sabidurĆa, riquezas, bondad). Y Fulcanelli -pseudĆ³nimo de su autor, de atribuciĆ³n incierta aĆŗn hoy- conferĆa a ese elemento particular el poder de concentrar un arte y una ciencia solo para iniciados.
Tras gatear entre las vigas alabeadas de la estructura, la sorpresa de Corral al alcanzar su objetivo fue mayĆŗscula. Clavada a la base (machĆ³n) de la impresionante flĆØche de 750 toneladas de madera revestida de plomo, hallĆ³ una placa de 50 x 20 centĆmetros adornada con simbologĆa masĆ³nica e inscrita con una curiosa leyenda:
Ā«Esta flecha se hizo en el aƱo 1859. M. Viollet-le-Duc era arquitecto de la catedral. Por Ballu, empresa de carpinterĆa, siendo Georges capataz de los compaƱeros carpinteros del Deber de LibertadĀ».
La menciĆ³n a un Devoir de LibertĆ© le pondrĆa tras una pista que, finalmente, decidiĆ³ no incluir en su novela pero que ahora, despuĆ©s de lo ocurrido en ParĆs, no ha dudado en confiarme. Ā«Es un misterio de los tuyosĀ», me dijo esta semana. SegĆŗn sus primeras averiguaciones, ese nombre oculta una sociedad secreta de la que formaban parte en el siglo XIX profesionales liberales, en especial del gremio de la construcciĆ³n. A Corral incluso le fue posible rastrearla hasta los compagnonnages medievales -una especie de predecesores de los sindicatos, pero imbuidos en una filosofĆa cuasi religiosa que florecerĆa despuĆ©s con la francmasonerĆa-. Ā«En el fondo, no es algo tan raroĀ», admite. Ā«Desde la Ć©poca de las catedrales se ponĆa mucho celo en cĆ³mo se transmitĆa el conocimiento de una disciplina prĆ”ctica como la de los albaƱiles. Todo se rodeaba de secreto para que el saber siguiera en manos de unos pocos, y se accedĆa a ella solo por iniciaciĆ³n. De aprendiz a maestroĀ».
La placa -devorada por el fuego- demostraba que los hombres que restauraron Notre Dame en el siglo XIX fueron iniciados. De EugĆØne Viollet-le-Duc (1814-1879) se sospechaba desde hacĆa tiempo. Aunque nunca se ha probado su vĆnculo con ningĆŗn colectivo de ese tipo, se admite que tuvo familiares que fueron masones. Lo fue sin duda su socio en las tareas de rehabilitaciĆ³n, el arquitecto Jean-Baptiste Lassus (1807-1857). Y tras unas sencillas pesquisas fue fĆ”cil identificar al Ā«GeorgesĀ» de la placa con Henri Georges (1818-1887), un habilidoso carpintero que en los aƱos anteriores al trabajo de levantar la aguja de Notre Dame levantĆ³ tambiĆ©n las de la Santa Capilla de ParĆs, el monasterio de Mont Saint-Michel, la basĆlica de VĆ©zelay y la catedral de OrlĆ©ans, 21 metros mĆ”s alta que la que acaba de colapsar. Su nombre masĆ³nico era Angevino, el Hijo del Genio. Ā«BalluĀ», por Ćŗltimo, se revelĆ³ como una empresa de carpinterĆa de prestigio, sita en la rue des RĆ©colets e integrada por hermanos de la misma sociedad.
Ā«Los Carpinteros del Deber se identificaban entre sĆ por unos pequeƱos bastones de metal que llevaban prendidos de las solapasĀ», me precisa Corral. Ā«Era un sĆmbolo que remitĆa a su mĆ©todo de aprendizaje: los neĆ³fitos renunciaban a su vida normal durante un periodo de cuatro a siete aƱos en los que iban de ciudad en ciudad haciendo lo que llamaban el Tour de France. En cada urbe eran acogidos e iniciados secretamente en aspectos de su oficioĀ».
Georges y Viollet-le-Duc trabajaron juntos durante las mĆ”s de dos dĆ©cadas que durĆ³ la reconstrucciĆ³n de Notre Dame. Cuando empezaron sus trabajos en 1844 la aguja no existĆa. La original habĆa sido demolida en tiempos de la RevoluciĆ³n Francesa. SĆ³lo la inmensa fama adquirida por la novela de VĆctor Hugo Nuestra SeƱora de ParĆs (1831) convenciĆ³ a las autoridades a destinar dos millones y medio de francos a su rescate. El asunto tiene su gracia porque sobre Hugo siempre planeĆ³ la sospecha de su filiaciĆ³n masĆ³nica. Sus obras rezuman alusiones a conceptos caros a esta obediencia (como los ideales de iluminaciĆ³n, libertad, igualdad y fraternidad), y aunque no se ha encontrado prueba alguna de su vĆnculo con las logias, sĆ las hay respecto a su padre.
Ā«Tampoco debe extraƱarnosĀ», argumenta Corral. Ā«El vĆnculo entre masones y catedrales viene de lejos. De hecho, en su mitologĆa se explica que los primeros masones fueron los obreros que levantaron templos como Notre Dame en la Edad Media. La palabra que los designa procede de la palabra maƧon, que significa albaƱil. SegĆŗn dicen, fueron los depositarios de los secretos constructivos que les transmitiĆ³ Hiram, el arquitecto del Templo de SalomĆ³n en JerusalĆ©nĀ».
Curiosamente, no resulta difĆcil encontrar otros rastros de esa simbologĆa en la propia flĆØche. El mĆ”s obvio es el gallo que la coronaba. El martes, cuando los rescoldos de la techumbre aĆŗn humeaban, un miembro del Grupo de Empresas de RestauraciĆ³n de Monumentos HistĆ³ricos de ParĆs tuvo la intuiciĆ³n genial de saber en quĆ© montĆ³n de escombros escarbar. Dio con el pesado tĆ³tem de cobre verde, abollado e incapaz de abrirse para mostrar las reliquias ocultas de su interior. Y es que, siguiendo una antigua tradiciĆ³n, en ese gran pinĆ”culo se habĆa sellado una espina extraĆda de la supuesta corona de Cristo que Luis IX se trajo de las cruzadas, y dos huesecillos de los cuerpos de san Denis y santa Genoveva, patrones de ParĆs.
Ā«El culto a las reliquias y la fe que se tenĆa en su poder protector justificaba actos como eseĀ», aclara JosĆ© Luis Corral al tiempo que me recuerda la existencia de otra colecciĆ³n de reliquias ocultas en las bolas metĆ”licas que coronan las torres del monasterio de El Escorial, en Madrid. Ā«Los poderosos necesitaban de esa clase de talismanes para protegerseĀ». Y aprovecha la conversaciĆ³n para recordarme que el hombre que lo colocĆ³ en la cĆŗspide en 1860 resbalĆ³ tras la operaciĆ³n y se matĆ³ contra la cubierta hoy calcinada. Ā«Se llamaba Remy y era de Charentes. Dos dĆas despuĆ©s, quinientas personas se reunieron para formar un cĆrculo alrededor de Notre Dame, dĆ”ndose las manos. Resulta difĆcil no ver en ello alguna clase de ritualĀ».
No menos llamativo resulta que la flĆØche albergara un autorretrato de Viollet-le-Duc. El arquitecto prestĆ³ su rostro a la estatua de santo TomĆ”s, el Ćŗnico de los doce apĆ³stoles de metal encaramados a la estructura de la aguja que no miraba a ParĆs sino al gallo. El conjunto se salvĆ³ del fuego porque fue descendido la semana pasada para su limpieza. Quiero creer que Viollet-le-Duc se retratĆ³ para seƱalarnos otro misterio. Tal vez la funciĆ³n secreta de su espectacular obra. Y es que, como gran admirador del arquitecto medieval Villard de Honnecourt, creĆa que una catedral era un edificio cuyas proporciones estaban ligadas al cuerpo humano. La nave ocupaba siempre el lugar del tronco. El transepto, el de los brazos. En la cabeza, el coro. Visto desde esa Ć³ptica, la aguja marcaba sobre el crucero no solo el lugar del altar -donde, por cierto, se guardaba la corona completa de Cristo y que milagrosamente ha sobrevivido a la caĆda de la bĆ³veda-, sino sobre todo el lugar del corazĆ³n.
He ahĆ otro sĆmbolo. QuizĆ” el sĆmbolo. El que explicarĆa por quĆ© cuando vimos caer la flĆØche su imagen se nos clavĆ³ en el alma, cortĆ”ndonos la respiraciĆ³n
Fuente: El MUNDO