La culpa la tuvo uno de los encuentros eleusinos que Fernando Sánchez-Dragó organiza, de tarde en tarde, en sus dominios sorianos de Castilfrío de la Sierra. Aquel 21 de junio el rey de los escritores heterodoxos quiso celebrar el solsticio de verano invitando a unos cuantos amigos a debatir sobre el Santo Grial. «El grial es un asunto ibérico, tan nuestro como los toros o el flamenco», le oí decir nada más recibirme. Dragó me había convocado a aquel finis terrae en la cuenca del Duero con la promesa de unos días de tertulias «de verdad», sin cámaras de vídeo ni blogueros. «Sólo gente interesante». Pero yo, la verdad, tenía en ese momento la cabeza en otras cosas y supuse que el viaje solo me daría un par de días de tranquilidad en el campo.
Ese verano, el de 2014, hacía meses que trabajaba en una novela en la que pretendía explorar el extraño mundo de la inspiración. Acababa de leer del tirón uno de los libros más extraños de Valle-Inclán, La lámpara maravillosa, una suerte de breviario espiritual en el que el inventor del esperpento admitía haber desarrollado una suerte de «visión secreta», casi mística, que a veces iluminaba su alma cuando escribía. Lo único que yo anhelaba entonces era alcanzar esa visión y responder la muy filosófica pregunta de cuál es el origen de las grandes ideas.
«¿Grial… ibérico?», lo escruté sin imaginar que la dichosa reliquia estaba a punto de colarse en mi novela. Dragó, ajeno a mi escepticismo, se apresuró a presentarme al resto de invitados. Además de Luis Racionero o Álvaro Bermejo, me condujo hasta una mujer de porte distinguido, morena, de mirada inteligente, que enseguida me llamó la atención. «Es Victoria Cirlot, una de las hijas de Eduardo Cirlot. Ya sabes, el poeta, el autor del monumental Diccionario de Símbolos».
La escruté con curiosidad. Victoria hablaba esa mañana. Catedrática de Filología Románica en la Universidad Pompeu i Fabra de Barcelona, estaba a punto de publicar un monumental estudio sobre los orígenes literarios del mito que nos había reunido. Grial, poética y mito. Y me dispuse a escucharla.
«Grial es una palabra que nadie utilizará hasta 1180, cuando un trovador al servicio del conde de Flandes la acuñó para un relato de aventuras que nunca llegó a terminar», dijo. Su aproximación etimológica me cautivó. «En ese escrito fundacional, titulado El cuento del grial, Chretien de Troyes no define el grial, no lo describe, no dice qué representa esa palabra; da incluso la sensación de estar refiriéndose a algo irrepresentable. Leyendo esa primera fuente literaria uno no encuentra, además, referencias ni a Jesús ni a la Última Cena. El objeto que allí aparece parece simplemente algo visionario».
Aquello me hizo dar un brinco. «¿Algo visionario? ¿Cómo una idea sobrevenida?». Torpe, busqué en mi bolsa de mano mi fiel cuaderno de notas y comencé a garabatear. Poco antes, otro de los ilustres invitados a aquel cónclave, el catedrático de Filología Neotestamentaria de la Complutense, traductor de evangelios canónicos y apócrifos, Antonio Piñero, había soltado otra «bomba» que de inmediato conecté con Valle-Inclán y mi proyecto. «El relato original de la Última Cena es el que Pablo describe en la primera carta a los Corintios. Él no da detalles precisos sobre cuándo se celebró y la impresión que tiene el lector es que se trata de una historia que Pablo recibe por revelación».
Aquella mañana Cirlot nos explicó también que Chretien de Troyes escribió su libro por encargo del conde de Flandes, Felipe de Alsacia, en los tiempos de la pérdida de Jerusalén por los cruzados, a finales del siglo XII. Que se trajo de sus viajes a Tierra Santa recuerdos como la «santa sangre» que aún hoy se venera en Brujas, y que probablemente, para justificar esa posesión, le pidió que escribiera un cuento que poder distribuir por toda Europa y que acrecentara su prestigio. «Pero algo ocurrió», nos dijo. «Chretien murió sin haber acabado su encargo y dejó sin explicar qué era exactamente el grial -con minúscula- que daba título a su obra. Nunca dijo que fuera una copa. Se limitó a describirlo como un objeto portado por una dama, dentro de un cortejo, de cuyo interior emanaba una luz tan intensa que hasta las velas de la sala donde fue visto perdieron su brillo. Era la visión de una lámpara maravillosa».
Continuadores del relato
Yo sabía -se lo había leído a Dragó y a otros eruditos- que quien describe esa escena en el cuento de Chretien fue un muchacho torpe y de educación tosca llamado Parcival. Sabía también que su error fue no preguntar «a quién sirve ese grial» cuando tuvo oportunidad. E incluso que tras aquella visión suya -de nuevo ese concepto-, Parcival enloqueció y se pasó varios años vagando en busca de ese cortejo al que nunca más encontró… Al menos, no en la obra de Chretien.
Más llamativo, no obstante, resulta la pasión que esta historia despertó en sus contemporáneos. Un trovador no demasiado alejado de Troyes, Wolfram von Eschembach, llegó a retomar dos décadas más tarde la peripecia de Parcival y escribió una nueva versión en la que nos dio una pista fundamental: afirmó que toda esa aventura había sido escrita mucho antes de Chretien por un tal Flegetanis, en Toledo, después de recibirla de un tal «duque Kyot de Cataluña». ¡De Cataluña! De hacer caso a Von Eschembach, el grial sería entonces un objeto de piedra, radiante, con propiedades extraordinarias, no asociado a la mesa de la Última Cena, y cuyo lugar de reposo estaría en nuestros Pirineos, custodiado por templarios.
-Entonces -dudé- ¿el grial estuvo en España?
Victoria Cirlot me miró muy seria.
-Quizás se inventó aquí -me dijo-. Deberías estudiar los ábsides románicos que se guardan en el Museo Nacional de Arte de Cataluña. Bajo el gran pantocrátor de San Clemente de Tahull descubrirás por qué te digo esto…
La pista románica
Y así, como si fuera uno de los protagonistas de El fuego invisible, viajé directamente desde Castilfrío a Barcelona. Cirlot me puso tras la pista de un poco conocido estudio impreso en la Universidad de Yale en el que un historiador llamado Joseph Goering se había dado cuenta de algo asombroso: que justo debajo del celebérrimo pantocrátor de Tahull, en un friso que representa un cortejo de apóstoles, una dama -la Virgen- sostiene un cuenco del que emergen rayos de luz.
La singularidad no es en sí la imagen, sino que ésta fue fechada por el maestro que la pintó en 1123, año de consagración del templo que la albergaba. Es decir, ¡seis décadas antes de que Chretien de Troyes redactara su Cuento del grial y lo describiera como un cuenco radiante en manos de una doncella! Y no solo eso: el profesor Goering subrayaba que esa particular efigie -inscrita en el ábside más famoso del románico español- está inspirada en la visión del Apocalipsis de San Juan. El grial no solo era, pues, «un asunto ibérico» como dijo Dragó, sino también visionario.
Aquel verano de 2014 supe, definitivamente, que tenía el argumento de una gran novela entre manos… y me puse a escribir. La inspiración, a veces, ilumina así de bien. Como una lámpara maravillosa.
Javier Sierra