Madrid, los amantes del misterio y los libros están de enhorabuena. En poco menos de una semana se han producido tres eventos literarios de gran envergadura y todos con el sello de Planeta.
El primero fue el pasado 30 de mayo: la rueda de prensa que –con motivo de la publicación de Inferno, de Dan Brown– tuvo como escenario la imponente Biblioteca Nacional, en el madrileño Paseo del Prado. Un emplazamiento inmejorable, si lo que se quiere es hablar de libros y de simbología. La cita era a las doce de la mañana y, al igual que otros muchos medios, la revista MÁS ALLÁ DE LA CIENCIA no quiso perderse uno de los eventos literarios del año.
Aunque no era la primera vez que Brown pisaba nuestro país, no hay que perder de vista que en esta esperada gira de presentación solo han sido escogidos cinco puntos del mundo: el Lincoln Center de Nueva York (EE.UU.), el National Concert Hall de Dublín (Irlanda), el Freemason´s Hall de Londres (Reino Unido), la Biblioteca Nacional de Madrid y Florencia (Italia), como colofón lógico y necesario, ya que es en esta ciudad donde se desarrolla la trama de la novela de este escritor, best seller internacional, a quien no le duele en prendas reconocer que escribe para entretener.
Un hombre simpático
Debo reconocer que tenía algunos prejuicios acerca de Brown. Pensaba que un tipo como él, que únicamente con El código da Vinci había vendido ochenta millones de ejemplares, no podía ser “medianamente normal”. Con medianamente normal, me refiero a que sospechaba que íbamos a asistir a un ejercicio de divismo, del que hacen gala algunos escritores sin, por cierto, tan amplio y justificado recorrido. Craso error. Brown no solo no era un divo, sino que resultó ser bastante simpático y amable. Muy parecido en cercanía a nuestro particular rey de la literatura del misterio español: Javier Sierra, quien también promociona estos días su última obra, El maestro del Prado. Sierra es otro ejemplo de sencillez, lo que –en mi humilde opinión– es uno de los secretos de su éxito.
Quizá las respuestas de Brown no fueron lo elevadas que esperaba en cuanto los temas que su personaje estrella, Robert Langdon, domina. Imaginaba más profundidad, más simbología o tal vez sus respuestas estuvieran íntimamente relacionadas con las preguntas de los medios generalistas. Aun así, Brown no decepcionó. Estuvo correcto y no defraudó las expectativas de la prensa, ni tampoco las de sus lectores, quienes, al día siguiente, pudieron asistir –tal vez no por casualidad– a un acto con público en el teatro Goya de Madrid. Por supuesto, hubo lleno hasta la bandera.
Del museo al teatro
Igual de lleno, con colas que daban la vuelta a la esquina, estaba ayer, 3 de junio, el teatro Lara de Madrid, donde se presentó El maestro del Prado. Una cita como esta no podía pasar desapercibida. Imaginen la escena: misterio, arte y literatura juntos en un mismo espacio. Resulta curioso –pero, lamentablemente, no sorprendente– que se escogiera de nuevo un teatro para presentar el libro de Sierra. Acaso estos castigados espacios que, por culpa de la crisis, se han visto abocados a tener un menor uso puedan encontrar un respiro sirviendo para la organización de actos multitudinarios como los de Brown y Sierra. Ojalá estos ejemplos se conviertan en tendencia.
Pocas veces en la presentación de un libro se conjugan invitados tan aparentemente dispares, pero unidos por una ilusión común: un libro. Y es que Sierra estuvo arropado por Carmen Calvo, ministra socialista de Cultura de 2004 a 2007; Miguel Zugaza, director del Museo del Prado e Iker Jiménez, periodista, director y presentador de los programas Milenio 3 (Cadena SER) y Cuarto Milenio (Cuatro).
Puertas del alma
Quinientos pares de ojos asistimos atentos a las impresiones que habían tenido cada una de estas personas después de leer El maestro del Prado y las enseñanzas de su misterioso protagonista, Luis Fovel. Carmen Calvo, por ejemplo, sintió que debía de hacer partícipe a Zugaza de esta obra, una de las pocas, por increíble que nos parezca, que tiene como escenario y protagonista al universal museo.
Miguel Zugaza rápidamente se dio cuenta de que aquella era una obra excepcional que debía de ver la luz por interés del propio museo, de los visitantes y del arte, en general, pues no se trataba de un mero catálogo descriptivo de cuadros –ya hay suficientes y algunos muy buenos–. Y, más aún, se percató de que las obras que diseccionaba Sierra no eran las típicas a las que se acercan los grupos de visitantes que acuden como hordas al museo, sino que se trataba justamente de aquellas en las que no suelen apenas entretenerse un minuto (tal vez con la excepción de El Jardín de las Delicias, de El Bosco).
Por su parte, Iker Jiménez leyó la novela de su amigo con ojos críticos. Tras terminarla le dijo con esa sinceridad que solo la amistad permite: “Javier, no vas a vender nada o puede que lo vendas todo”. Aunque muchos asocien a Iker Jiménez únicamente con enigmas y misterio, lo cierto es que, tal y como explicó, es “hijo, nieto y bisnieto” de anticuarios. Creció rodeado de obras de arte, que desde niño aprendió a mirar con esos ojos que se nos han quedado a muchos tras la lectura de El maestro del Prado. Pero, en su caso, fue un proceso natural. Confiesa sin rubor haber llorado en más de una ocasión ante una obra de arte, incluyendo entre ellas especialmente las pinturas rupestres, en las que para Iker “se condensa el alma humana”.
Unas gafas para ver más allá
A continuación, Javier habló de algunas de las obras del Prado que aparecen en su libro y nos guió –a través de imágenes especialmente seleccionadas– en un ejercicio de lectura de símbolos muy alejada de lo que únicamente es perceptible con los ojos físicos. Es como si de repente hubiera tirado de una sábana y frente a los presentes hubiera quedado la Verdad al desnudo, algo que también hizo, aunque con otras obras, el día que presentó El maestro del Prado ante la prensa en el propio museo, durante una visita nocturna. No destriparé aquí lo que nos contó, porque para eso hay que leerse el libro.
Así como me atrevería a decir que la última obra de Dan Brown es un thriller con tintes simbólicos que gira en torno a la Divina Comedia y que tiene como personaje central a Robert Langdon, no me atrevería a calificar la obra de Javier Sierra con tanta sencillez. No es un ensayo, tampoco un libro de arte y, definitivamente, no es una novela al uso. La clave, tal vez, la dio ayer el propio Sierra: “Son unas gafas de ver”. Unas que te permiten ver más allá de lo visible.