Nada raro: las cifras bailan, como tantas otras cosas. Dicen que escribió entre veinticinco mil y cincuenta mil, aunque lo más seguro es que su producción rondase los veinte mil, que no está nada mal, sobre todo teniendo en cuenta que en cincuenta años de trayectoria nos sale a algo más de uno por día. La tarea se repetía de lunes a domingo: Álvaro Cunqueiro se sentaba enfrente de su vieja Smith Premier número diez y le arrancaba historias al presente y a su imaginación para llenarse los bolsillos. Lo recordó Elena Quiroga en su discurso de entrada a la RAE, en 1984: «Materialmente vivía de sus colaboraciones». Fue un método de subsistencia, sí, pero terminó siendo una «manifestación vital». Por eso siguió haciéndolo muy enfermo, hasta el final de sus días, con las piernas doloridas y casi ciego, aferrado a su lupa. Tenía que entregar su artículo y llegar a tiempo al cierre.
Aunque se sentía poeta en lo profundo, y que además fue un espléndido novelista y ensayista, Cunqueiro gastó buena parte de sus esfuerzos en la prensa diaria. Firmó en más de medio centenar de cabeceras, y se explayó en los temas más diversos: de la gastronomía a la brujería, pasando por la mitología, la poesía, la historia y la naturaleza, entre otros asuntos más o menos mundanos. De ellos da buena cuenta «Álvaro Cunqueiro. Al pasar de los años», una antología realizada por Miguel González Somovilla que acaba de editar la Fundación José Antonio de Castro dentro de la colección Biblioteca Castro. En sus páginas se recogen doscientas piezas que el autor pergeñó entre 1930 y 1981, y que funcionan como una suerte de caleidoscopio literario y vital, quizá la única forma posible de retratar a este gallego ilustre.
«He querido que esta antología sea un reflejo de este medio siglo de articulista, pero también agruparla temáticamente, porque es la manera de acercar al lector a las preocupaciones y saberes de Cunqueiro», explica al otro lado del teléfono González Somovilla. En esa heterogeneidad inevitable está siempre presente el particular aliento de este narrador, erudito y a la vez asequible, gracioso y lúdico, nunca pesado. Lo dejó claro él mismo en el artículo que da título al libro, publicado en «Faro de Vigo» el 27 de mayo de 1964: «Quiero deducir y mostrar que la vida es inmensamente rica y que el aburrimiento es una traición». En las conversaciones lo repetía constantemente: «La tristeza es un lujo que solo se pueden permitir los jóvenes».
La selección está llena de joyas, algunas rabiosamente modernas o directamente impensables hoy, como esa vez que trató de predecir los resultados de la jornada liguera con las cartas del tarot. El texto, titulado «Pronósticos de Álvaro Cunqueiro según la cartomancia», relataba con todo lujo de detalles el proceso adivinatorio, y prometía contundentes victorias para los cuatro equipos gallegos, a saber: Celta, Pontevedra, Orense y Deportivo. No dio ni una. Tres días después los lectores amanecieron con un nuevo artículo del poeta, en el que achacaba sus errores al «factor campo» y confesaba no saber nada de fútbol. Lo llamó «Causas posibles de un fallo».
Más ocurrencias. En «Teoría e iluminaciones del aguardiente» rastrea los orígenes y derivas de esta bebida. Pasa por la abadía de Cluny y por Betanzos, Orense y Cazalla, y nos alerta: no debemos soplar después tragar, no vaya a ser que «nos vaciemos del calor del aguardiente, que llevamos tan adentro, como si fuese fe católica». En otro ingenio memorable, dedicado a las empanadas, incide en que «el gallego, y desde tiempos remotos, lo ha empanado todo», para más tarde enumerar los mil y un tipos de rellenos que existen, separando los de verano de los de invierno, como la ropa. La empanada de chocos es ideal para «el primer día de primavera», y la de zorza sirve como remedio contra el frío, según la tradición. La de vieria, en cambio, nunca viene mal, pues «perfuma el pan hasta un grado insospechado». Al final, todo estos conocimientos aparentemente inútiles, insistía, mejoraban el sabor de las cosas, porque a él le ocurría como a Bertrand Russel, que descubrió que «le gustaban más los melocotones desde que supo que vinieron de China, que los cultivó el gran rey Janiska, que de allí pasaron a Persia y que hubo equívocos lexicales cuando llegaron a Europa».
Son apenas un par de anécdotas y apuntes, pero resumen muy bien el carácter del personaje. «Era un escritor de fantasía, que iba a contracorriente, con tendencia al anacronismo. Describió la Galicia de su época y las anteriores con una maestría difícilmente superable. Defendía la importancia de los sueños, la imaginación, eso sigue siendo esencial para cualquier persona», asevera el antólogo. Cuentan que ejercía la memoria deformante y que se enfadaba mucho cuando le negaban la existencia de las sirenas, como si le faltaran al respeto. Luego se ponía serio y diseccionaba la poesía de Ezra Pound o de Paul Éluard. O perfilaba la figura de Unamuno. O dibujaba las leyendas de su tierra. O abrazaba la nostalgia y cantaba como nadie el paso y peso del tiempo. Y después, cuando le entraba el hambre, investigaba la historia de las perdices de Gomariz o del bacalao lusitano. Y escribía sus artículos. Con mucha magia.
FUENTE: ABC