El español Javier Sierra explora los límites de la historia, revaloriza los idiomas y se ríe de la comparación con Dan Brown. Su última novela ganó uno de los máximos galardones del universo literario
Estamos escuchando a un hombre de acción que, antes de escribir sobre determinado tema, lo explora hasta las últimas consecuencias, algo que lo llevó, entre otras cosas, a dormir dentro de una pirámide en Egipto. Obsesivo, necesita del más absoluto silencio para poder entregarse a la creación. Hablamos de Javier Sierra, ganador del último Premio Planeta, acaso uno de los autores más interesantes que surgieron en los últimos veinte años.
La cena secreta fue el best seller que convirtió al “Dan Brown español” (así le dicen) en el primer escritor de la Madre Patria en ingresar en la lista de los más leídos del The New York Times (se editó en cuarenta y dos países, y rozó los cuatro millones de ejemplares vendidos). Hoy, aún disfruta las mieles del éxito de su más reciente novela, El fuego invisible.
–Tenés una formación periodística previa. ¿Eso te sirvió para tu trabajo como escritor?
–Sí, por supuesto. Eso es de un valor incalculable, porque mis novelas, básicamente, tratan de dilucidar aquellas preguntas que desde la investigación periodística no tienen respuesta. Y como ahondar en ellas en un reportaje sería entrar en el terreno de la especulación, incluirlo en la novela lo convierte en literatura, que es algo mucho más noble. El periodismo me ayudó muchísimo a formular las preguntas adecuadas, a buscar los interlocutores correctos para contestarlas, y a dosificar la información en boca de mis personajes para que tengan ese componente literario que deben tener en una novela.
–Javier, ¿cuán importante es el rigor histórico a la hora de sentarse a escribir una novela?
–Es fundamental. En especial, como en mi caso, cuando te enfrentás a distintos períodos de la historia. Se necesita una investigación previa lo más concienzuda posible; como la historia es una ciencia inexacta, hay que aproximarse a los límites de lo que se sabe de determinado momento, un personaje, un lugar o un documento. Recién entonces uno puede lanzarse al terreno de la imaginación y llenar las lagunas que la historia no resuelve. Pero solo desde esa perspectiva: no se puede inventar una historia completa y decir que está fundamentada en hechos reales si no fue documentada.
–Es muy finita la línea entre la ficción y la realidad.
–Es algo delicado, pero también muy apasionante porque estás adentrándote en cosas que pocos se animaron a descubrir. Con El fuego invisible me enfrenté a asuntos del Grial y podría haberme quedado con aquel que todos tienen en la cabeza, el de Indiana Jones y la última cruzada o el de El Código Da Vinci, pero quise dar un paso más e ir a los orígenes. Y me llevé la enorme sorpresa de que la palabra grial no se utilizó hasta 1180. Fue la invención de un trovador francés que la creó por orden de un señor medieval del norte de Francia, Felipe de Flandes. Lo curioso, y eso es quizás el hallazgo que me empujó a escribir El fuego invisible, es que seis décadas antes de que este francés inventara la palabra y que lo describiera como “un cuenco del que irradiaba un luz muy potente”, ya había artistas en el norte de la península ibérica que pintaban ese tipo de objeto. Es decir, el grial se escribió por primera vez en Francia, pero se inventó en España. Y donde aparece por primera vez representado este cuenco radiante es en un ábside románico muy famoso, que es parte de la historia del arte universal: el Ábside de San Clemente de Tahull.
–¿Cómo te cae aquello del “Dan Brown español”?
–(Se ríe). Bueno, me causa gracia, pero es cierto que ambos tenemos varios puntos en común. Por un lado, nos interesan los mismos temas; por el otro, tenemos el mismo ciclo de trabajo: las últimas tres novedades de Dan Brown coincidieron con el lanzamiento de mis libros. Además, en esta última ocasión, abordamos el mismo escenario, ya que en El origen él también habla mucho de Barcelona. Por suerte, nos fijamos en sitios diferentes de la ciudad, aunque, evocando a Carl Gustav Jung, es como si nos hubiéramos conectado con el mismo arquetipo y estuviéramos merodeándolo continuamente.
–¿A qué escritores admirás?
–Con el protagonista de El fuego invisible, un profesor de Lingüística, le rindo un homenaje discreto al semiólogo Umberto Eco. Me fascinó, pero no por El nombre de la rosa, que es su novela más famosa, sino por un ensayo que se titula La búsqueda de la lengua perfecta, en donde trata de averiguar las raíces de todos los idiomas, igual que en el Renacimiento hubo teólogos que quisieron hallar el origen de todas las lenguas en un idioma imaginario que hablaban Adán y Eva. Hay autores que me gustan mucho, como Christian Jacq, un egiptólogo que fue profesor en La Sorbona y que se especializó en el antiguo Egipto y en la influencia de esa cultura en la literatura, la arquitectura y el arte de Occidente. No puedo dejar de mencionar a Juan Eslava Galán, Premio Planeta en 1987, un erudito en materias históricas. Tampoco a J. J. Benítez, a quien leí mucho en mi juventud, y con el que entablamos una gran amistad.
–¿Tenés algún tipo de ritual o ceremonia cuando te disponés a escribir?
–No diría ritual, pero tal vez sí tengo una pequeña manía: necesito del silencio. En esta época en la que vivimos, es muy difícil conseguirlo porque, si no suena el celular, recibes un WhatsApp o un mensaje en el correo electrónico. Por lo tanto, cuando entro en la fase de creación, me veo obligado a desconectar Internet, me alejo del teléfono, y hasta puedo mandar a la familia fuera de casa para quedarme solo. El silencio es una condición indispensable para ponerme a trabajar.
–Leí algo tuyo sobre la libertad que dan las palabras. ¿Podrías ampliar este concepto?
–Es una idea que, en rigor, nace en el libro del Génesis cuando Dios crea el Verbo. Eso mismo se replica en otras tradiciones, en la que los dioses casi que lo primero que hacen es bautizar las cosas, como si antes de ese acto no hubiesen existido. Esto le otorga a la palabra una importancia tremenda, y creo que se asocia a que nosotros somos humanos cuando utilizamos el lenguaje durante el Paleolítico. Según refieren los antropólogos, en esa etapa no solo se inventa el lenguaje, sino la música y el arte pictórico. Es lo que se denomina “explosión creativa”, y es un misterio deslumbrante, porque algo tuvo que suceder –algo que no sabemos qué es– para que esos simios esparcidos por todo el mundo de repente se desarrollaran de esa forma. Y allí surgen diversos planteos filosóficos: ¿de dónde venimos?, ¿quiénes somos?
–Les das un valor superlativo a las palabras…
–Tengo la sensación de que en Occidente estamos malversando las palabras, las utilizamos mal, no conocemos bien su significado o las empleamos fuera del contexto adecuado. Y balbucear grandes palabras, como libertad, independencia o democracia, sin saber muy bien lo que estamos diciendo conlleva cierto peligro, ya que si se altera el significado de una palabra, de alguna manera se está alterando el presente. La vida son palabras. Perder el control sobre ellas y sobre el idioma no solo se traduce en un empobrecimiento intelectual, sino en ser esclavo de los que sí controlan el lenguaje.
–¿Cómo es eso?
–Quien controla el lenguaje y sus múltiples significados es quien domina la realidad. Si educas a tus hijos en un lenguaje pobre, los estás condenando a ser esclavos de terceros. Eso es algo que debemos tener muy en cuenta.
Fuente: REVISTANUEVA