Región de la Lombardía. Enero de 1497. Fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en la interpretación de mensajes cifrados, es enviado a toda prisa a Milán para supervisar los trazos finales que el maestro Leonardo da Vinci está dando a La Última Cena. La culpa la tiene una serie de cartas anónimas recibidas en la corte papal de Alejandro VI, en las que se denuncia que Da Vinci no sólo ha pintado a los Doce sin su preceptivo halo de santidad, sino que el propio artista se ha retratado en la sagrada escena, dando la espalda a Jesucristo. El remitente, al que en la Secretaría de Claves de los Estados Pontificios conocen como “el Agorero”, conoce a la perfección lo que está ocurriendo en el convento de Santa Maria delle Grazie y, desesperado por la pasividad de Roma, decide tomarse la justicia por su cuenta y acabar con los cómplices herejes que sostienen la labor de Leonardo.
La cena secreta, recrea una época y unos enigmas fascinantes. Por ejemplo, es rigurosamente cierto que Leonardo pintó una Última Cenasembrada de anomalías bien curiosas: su composición no muestra el Santo Grial, pero tampoco a Cristo instaurando el sacramento de la eucaristía. Los discípulos son en realidad retratos de importantes heterodoxos de su época, y en la mesa, lejos de haberse servido el preceptivo cordero pascual, sólo puede verse algo de pan, sal, naranjas y pescado.
Es evidente que tampoco la actitud de los Doce en esa composición refleja lo que narran los evangelios. Juan, el joven discípulo que está sentado junto al maestro, no apoya su cabeza en el pecho del Maestro, como dice el Nuevo Testamento. Más bien, al contrario. Parece alejarse de Él. ¿Por qué? ¿Y cómo permitieron a Leonardo pintar un mural con tantas contradicciones doctrinales?
La cena secreta, en una narración trepidante, desvela cuáles pudieron ser las verdaderas fuentes de las que bebió Leonardo para pintar la obra sacra más conocida de la cristiandad. “Cuando termine de leerse esta novela –aseguró Javier Sierra–, ya nadie volverá a ver La Última Cena con los mismos ojos.”
Una sólida documentación
Tres años de investigación y viajes a Vinci, Milán, Florencia y Roma precedieron a la publicación de La cena secreta. Durante su trabajo de campo, Javier Sierra se tropezó con un hecho histórico bastante ignorado: que la región italiana de la Lombardía acogió entre los siglos XIII y XV a los últimos supervivientes de la herejía cátara. La Milán que vio Leonardo da Vinci, dejó vivir en paz a los cátaros represaliados del Languedoc francés que vieron con horror la caída de sus correligionarios en Montsegur en 1244. Aquellos hombres se hacían llamar los “puros”, y se creían seguidores de la verdadera tradición apostólica instaurada por Jesús de Nazaret. Consideraban que San Pedro traicionó por cuarta vez al Maestro al fundar una iglesia “material”, y veneraban a Juan como el patrón de su iglesia “espiritual”.
Los cátaros rechazaban la cruz como símbolo de su fe, al considerarla el instrumento de tortura en el que murió Jesús; aborrecían el sexo como algo impuro; eran vegetarianos, y no admitían más que un sacramento: una especie de eucaristía espiritual que no precisaba ni de pan ni de vino.
Durante los trabajos de preparación para La cena secreta, Javier Sierra se dio cuenta de cómo muchas de las “rarezas” o “extravagancias” de Leonardo se explicaban sólo si se admitía su simpatía por la fe cátara. Él fue vegetariano, siempre vistió de blanco como los parfaitslanguediocianos, jamás admitió tener pareja y, por si fuera poco, siempre se negó a pintar escenas de crucifixión. En una época en la que los grandes temas artísticos tenían que ver con la religión, esa es una actitud inexplicable. “Sin embargo –explica Javier Sierra–, lo que más desconcertó fue descubrir que en su Última Cena, Jesús no sostenía ni hostia ni copa de vino, sino que hacía un gesto peculiar con las manos, idéntico al que ejercitaban los cátaros durante sus ceremonias.”
La cena secreta, pues, vuelve a ser mucho más que una novela: es un escenario probable para desenredar un enigma histórico de gran magnitud. Y Javier Sierra vuelve a plantear su trabajo como una suerte de investigación detectivesca narrada con la garra de los grandes maestros de la novela de intriga.